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jueves, diciembre 29, 2005

El oro que cag� el loro

Siento escribir tan tarde, pero aquí está mi contribución, no sin antes felicitaros las fiestas y el próximo año 2006, os deseo unos 365 deseos para seguir encontrando la felicidad en la vida. Va por ustedes señores/as lectores/as:










CALLES VACIAS - Milagros Jiménez


Llevo horas dando vueltas en la cama, ¡¡ una noche de insomnio es lo que me faltaba!!, enciendo la luz y caigo en la cuenta de que acabo de terminar el libro que estaba leyendo; no me atrae la idea de empezar otro a estas horas y con este humor; me levanto y al asomarme a la ventana siento una irresistible atracción, me visto y salgo a la calle pensando que no es mala idea pasear un rato.
Las calles están vacías y mudas, comienzo a sentir frío; instintivamente mis pasos se aceleran, el ruido de una moto me sobresalta, me adelanta por la izquierda y se pierde dos calles mas arriba; al oir un chirriar de ruedas y un golpe seco, me detengo, sólo el silencio invade la noche. Tomo la dirección del vehículo con paso decidido y al doblar la esquina unos metros de distancia me separan del conductor tirado en el suelo, me acerco para ver su estado y antes de que pueda comprobarlo, me encuentro rodeado de un grupo de personas que miran sin parpadear aquel cuerpo yacente. Me siento aturdida, no acabo de entender de dónde han salido, cómo han llegado hasta allí, qué esperan.
El señor con bigote se dirige a mí asegurando que está muerto y que de nada vale tocarle. Una señora de mediana edad comenta entusiasmada, cómo la juventud de ahora se ha pervertido tanto y cómo es perfectamente comprensible que finales así, tengan su fiel reflejo en las estadísticas semanales de sucesos. Una joven de pelo corto y mirada incierta interrumpe proponiendo que si no se comprueba su estado, es posible que muera. El señor bajito de gafas apunta que jamás había oído semejantes tonterías, que lo mas acertado es llamar al servicio de emergencias, porque para eso están. El joven que está a su lado pregunta si hay entre los presentes un médico, es muy peligroso moverle sin ser un experto. Una señora madura comenta entre dientes que ella jamás le haría el boca a boca a nadie que no fuera familia directa suya, ya se sabe, continúa, pueden contagiarte hepatitis, tuberculosis y hasta el SIDA.
Un tipo avispado propone que lo realmente interesante sería al menos saber su identidad y para eso habría que registrarle. No parece que sea un hombre, apunta el individuo de la gorra a cuadros, mas bien parece una mujer. La señora que está a su lado le apunta que las drogas merman considerablemente el estado físico de cualquier individuo, haciéndole parecer lo que no es y que de nada valdría opinar si se trataba de un hombre o una mujer habida cuenta de que éstas están totalmente obsesionadas por ser tan delgadas, que pierden la razón y la salud por esa causa.
Otras opiniones se fueron sumando; mi parálisis era absoluta, creo que me desvanecí, no entendía lo que estaba ocurriendo a mi alrededor, sólo sentía que aquel desenlace estaba siendo manipulado por la gente que nos rodeaba, decidiendo con su actitud la vida o la muerte de una persona desconocida, ajenos a ella y cómplices de su destino.
Cuando los rostros se disiparon, pude acercarme, me agaché, destapé con cuidado la visera del casco y cual no fue mi sorpresa al contemplar que aquellos ojos que me miraban atrapados, eran los míos.







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